MATAR A UN NIÑO
María Luisa Arnaiz
De paso, Jorge Gallego
Es un día suave y
el sol está oblicuo sobre la llanura. Pronto sonarán las campanas porque es
domingo. Entre dos campos de centeno dos jóvenes han hallado una senda por la
que nunca fueron antes y en los tres pueblos de la planicie resplandecen los
vidrios de las ventanas. Algunos hombres se afeitan frente a los espejos en las
mesas de las cocinas, las mujeres cortan pan para el café canturreando y los niños
están sentados en el suelo abrochándose la blusa. Es la mañana feliz de un día
desgraciado porque este día, en el tercer pueblo, un hombre feliz matará a un
niño. Todavía el niño está sentado en el suelo y abrocha su camisa y el hombre
que se afeita dice que hoy darán un paseo en bote por el riachuelo y la mujer
canturrea y coloca el pan, recién cortado, en un plato azul. Ninguna sombra
atraviesa la cocina y, sin embargo, el hombre que matará al niño está al lado
del surtidor rojo de gasolina en el primer pueblo. Es un hombre feliz que mira
por el visor de una máquina de fotos y ve un pequeño coche azul y a una muchacha
que ríe a su lado. Mientras la muchacha ríe y el hombre toma la hermosa
fotografía, el vendedor de gasolina ajusta la tapa del depósito y les asegura
que tendrán un bonito día. La muchacha se sienta en el coche y el hombre que
matará al niño saca su billetera del bolsillo y comenta que viajarán hasta el
mar y en el mar pedirán prestado un bote y remarán lejos, muy lejos. A través
de los vidrios bajados, la muchacha, en el asiento delantero, oye lo que él
dice; cierra los ojos, ve el mar y al hombre junto a sí en el bote. No es
ningún hombre malo, es alegre y feliz y, antes de entrar en el automóvil, se
detiene un instante frente al radiador que centellea al sol y goza del brillo y
del olor a gasolina y a ciruelo silvestre. No cae ninguna sombra sobre el coche
y el refulgente parachoques no tiene ninguna abolladura y no está rojo de
sangre.
Ausencia I, Jorge
Gallego
Pero, al mismo
tiempo que en el primer pueblo el hombre cierra la puerta izquierda del coche y
tira del botón de arranque, en el tercer pueblo la mujer abre su alacena en la
cocina y no encuentra el azúcar. El niño, que se ha abrochado la camisa y que
se ha atado los cordones de los zapatos, está de rodillas en el sofá y
contempla el riachuelo que serpentea entre los alisos y el negro bote que está
medio varado sobre la hierba. El hombre que perderá a su hijo está recién
afeitado y en ese momento pliega el soporte del espejo. En la mesa, las tazas
de café, el pan, la leche y las moscas. Sólo falta el azúcar y la madre ordena
a su hijo que corra a casa de los Larsson y pida prestados algunos terrones. Y
mientras el niño abre la puerta, el padre le grita que se dé prisa porque el
bote espera en la ribera. Remarán tan lejos como nunca antes remaron. Cuando el
niño corre a través del jardín, en todo momento piensa en el riachuelo y en los
peces que saltan y nadie le susurra que sólo le quedan ocho minutos de vida y
que el bote permanecerá allí en donde está todo el día y muchos otros días. No
está lejos la casa de los Larsson: únicamente cruzar el camino y, mientras el
niño corre atravesándolo, el pequeño coche azul entra en el otro pueblo. Es un
pueblo pequeño con pequeñas casas rojas, con gente que acaba de despertar, que
está en la cocina con las tazas de café levantadas y observan al coche venir
por el otro lado del seto con grandes nubes de polvo detrás de sí. Va muy
rápido, y el hombre ve cómo los álamos y los postes de telégrafo, recién
alquitranados, pasan como sombras grises. Sopla el verano por la ventanilla.
Salen velozmente del pueblo. El coche se mantiene seguro en medio del camino.
Están solos todavía. Es placentero viajar completamente solos por un liso y
ancho camino, y a campo abierto es mucho mejor aún. El hombre es feliz y
fuerte, y en el codo derecho siente el cuerpo de su futura mujer. No es ningún
hombre malo. Tiene prisa por alcanzar el mar. No sería capaz de matar a una
mosca sin embargo pronto matará a un niño. Mientras avanzan hacía el tercer
pueblo, cierra la muchacha otra vez los ojos y piensa que no los abrirá hasta
que puedan ver el mar, y al compás de los suaves botes del coche sueña en lo
terso que estará.
El trompo de Jesús,
Jorge Gallego
¿Por qué la vida
está construida con tanta crueldad que, un minuto antes de que un hombre feliz
mate a un niño, todavía es feliz y, un minuto antes de que una mujer grite de
horror, puede cerrar los ojos y soñar con el ancho mar y, durante el último
minuto de la vida de un niño, pueden sus padres estar sentados en una cocina y
esperar el azúcar y hablar sobre los dientes blancos de su hijo y sobre un
paseo en bote, y el niño mismo puede cerrar una verja y empezar a atravesar un
camino con algunos terrones en la mano derecha envueltos en papel blanco; y
durante este último minuto no ver otra cosa que un largo y brillante riachuelo
con grandes peces y un ancho bote con callados remos?
Después, todo es demasiado tarde. Después hay un coche azul
cruzado en el camino y una mujer que grita retira la mano de la boca y la mano
sangra. Después un hombre abre la puerta de un coche y trata de mantenerse en
pie aunque tiene un abismo de terror dentro de sí. Después hay algunos terrones
de azúcar blanca desparramados absurdamente entre la sangre y la arenilla y un
niño yace inmóvil boca abajo con la cara duramente apretada contra el camino.
Después llegan dos lívidas personas que todavía no han podido beberse el café,
que salen corriendo desde la verja y ven en el camino un espectáculo que jamás
olvidarán.
Porque no es verdad
que el tiempo cure todas las heridas. El tiempo no cura la herida de un niño
muerto y cura muy mal el dolor de una madre que olvidó comprar azúcar y mandó a
su hijo a través del camino para pedirla prestada; e, igualmente, cura muy mal
la congoja del hombre feliz que lo mató.
Porque el que ha
matado a un niño no va al mar. El que ha matado a un niño vuelve lentamente a
casa en medio del silencio y junto a sí lleva una mujer muda con la mano
vendada; y en todos los pueblos por los que pasan ven que no hay ni una sola
persona alegre. Todas las sombras son más oscuras y, cuando se separan, todavía
es en silencio; y el hombre que ha matado a un niño sabe que este silencio es
su enemigo y que va a necesitar años de su vida para vencerlo, gritando que no
fue culpa suya. Pero sabe que esto es mentira y en los sueños de muchas noches
deseará en cambio tener un solo minuto de su vida pasada para “hacer este solo
minuto diferente”.
Pero tan cruel es
la vida para el que ha matado a un niño, que después todo es demasiado tarde.
Stig
Dagerman, “Att döda ett barn”
Doloroso relato que muestra con una gran maestría literaria, lo trágica que la vida puede llegar a ser.
ResponderEliminarUn abrazo.
Dura y triste reflexión
ResponderEliminarTristes reflexiones.
ResponderEliminarMe he quedado muy tocado, pero reconozco que son párrafos de honda reflexión y de sólida técnica.
ResponderEliminarUn saludo
Juan M
juanmanuelsanchezmoreno.blogspot.com
Impresionante e impresionado, ML. Gracias.
ResponderEliminarQué horror! y quisiéramos creer que es ficción, pero si es una crónica!!
ResponderEliminarAbrazo, bonita!